Uno de los personajes que recuerdo de mi infancia es el caramelero. En un cine de Avilés, cuando iba con mi padre todos los domingos a la fila 28, se paseaba por allí el que yo llamaba el caramelero. Portaba una bandeja que colgaba de una cinta alrededor de su cuello, y en la bandeja había caramelos (de ahí el mote que me inventé), bombones, chocolatinas de Toblerone, pipas, cacahuetes, y creo recordar que algunas botellas con alcohol (si, en aquella época se podía fumar y beber en el cine).
Hoy le he visto pasar por la calle, ya bastante mayor, con el pelo blanco, me vio y me saludó. Aún nos recordamos. Y en cuanto lo vi se formó en mi retina la imagen del tío vendiendo caramelos por los pasillos del cine Almirante, allá por principios de los 70, al estilo de los vendedores ambulantes que todavía se pueden ver en estadios deportivos y por algunas calles de alguna ciudad.
Con el tiempo, dejó de vender caramelos, pues pasó a venderlos detrás de un mostrador. Tiempo después se construyó el clásico mostrador que hoy se encuentra en cualquier sala de cine, con el logo de Coca Cola y la máquina de palomitas. Posteriormente el cine (uno de los más grandes por aquella época) se convirtió en multicine con cuatro salas y sonido THX, y poco después, cerró sus puertas.
Los cines se mueren, Internet es la vía más barata para acceder a las películas, y el goce de ver una película en la gran pantalla se va perdiendo gracias a la subida de impuestos, el alto precio de las entradas y la comodidad de verlas en tu casa, aunque sea con algo menos de calidad.
Miro atrás y la nostalgia me lleva a recordar mejores tiempos (en el aspecto cinematográfico) y hoy, la visión del caramelero, 40 años después de aquella imagen, me ha vuelto a traer añoranzas del pasado.
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