Ayer me hablaron de una situación que ya debería estar desterrada de la condición humana: el que una persona le imponga algo a otra fuera del ámbito laboral.
En una empresa existen un jefe, o jefa y unos empleados o empleadas. El jefe da a sus empleados unas instrucciones de trabajo y los empleados deben cumplir esas instrucciones. Correcto.
Pero fuera del mundo laboral, nadie es jefe de nadie, y nadie es quién para decir a otra persona lo que tiene que hacer.
Sí que es necesario dar unas pautas de comportamiento a los niños, en su educación como personas, para que hablen, piensen y actúen como es debido. Pero en lo que respecta a los adultos, nadie puede decirle a nadie cómo debe vestirse, ni dónde tiene que entrar o dónde no, ni si tiene que comprar una cosa o no, siempre que la otra persona sea responsable y consciente de sí mismo, porque ya es mayorcita para saber dónde se mete o lo que hace.
Si es el caso de un discapacitado mental o de un cleptómano, pirómano o alguien en circunstancias similares, es necesario tenerlo controlado, principalmente para que no se haga daño a sí mismo ni se lo haga a nadie.
Pero repito, en el caso del común de las personas, con una inteligencia normal, nadie puede mandar sobre nadie, ni maridos sobre esposas, ni novias sobre novios, ni hombres sobre mujeres ni viceversa.
Porque existe el libre albedrío.
El libre albedrío es la libertad de acción, el que nosotros podamos hacer lo que queramos cuando queramos. Claro que ese libre albedrío tiene unos límites, que chocan con los límites del resto de las personas.
Por lo tanto, actuemos en consecuencia, seamos libres de ir donde queramos, de hablar con quien queramos y de hacer lo que queramos, siempre y cuando esas acciones no perjudiquen a otras personas, y asímismo el resto de las personas tampoco pueden hacer cosas que puedan perjudicarnos.
Hay espacio y recursos suficientes para todos en este mundo. Compartamos la vida, y a todos nos irá mejor.
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